Este año parecía que nos robaban la primavera y en un alarde de optimismo y esperanza, el Aula de Literatura de Priego de Córdoba organizó un certamen de obras literarias y dibujos titulado “La primavera que tardó en llegar”. La iniciativa me conmovió y pese a que me sentía bloqueada por la situación, había decidido participar, porque no podían secuestrarnos la ilusión. A comienzo de abril falleció una tía abuela muy querida por la familia, y quise dedicarle mi relato, que se publica ahora en este libro.

MELIA

A la tía Amelia, siempre la habían llamado Melia. Cuando era pequeña, cada vez que oía hablar de ella pensaba en el árbol que había al final de nuestra calle: una melia centenaria con una copa inmensa repleta de pájaros que picoteaban alborozados su hermoso fruto amarillo y a cuya sombra jugábamos niños y gatos, y dormitaban los lagartos. El árbol del paraíso, con su fragancia ligada en mi memoria a un sentimiento de infinito.

Pese a que Melia, la hermana de mi abuelo, era solo tía de mi padre y sus hermanos, toda la familia la llamaba tía porque en realidad a todos nos daba cobijo. Le gustaba estar siempre cerca como una gran sombra protectora, escuchar nuestros problemas de los que jamás se burlaba por bobos que parecieran. Su sonrisa, que atrapaba la luz, podía abrirse paso entre las nubes más negras y fulminar cualquier tormenta.

Yo estaba convencida de que, al igual que el árbol, la tía toleraría cualquier helada, siempre que la siguiera un verano cálido, que la resina de sus venas nunca se secaría. Murió a principios de abril con casi cien años, y la melia aún no había florecido.